Uno, al oído por favor...
Desde niña mis padres se preocuparon por dotarme de enseñanzas que, a la postre, me definieran como persona. No recuerdo haber batallado mucho con la lectura, porque me gustaba sentarme afuera del salón a hacer los exámenes de comprensión, a la sombra de los grandes laureles, para poner atención a los dibujitos con que venían acompañadas las lecciones.
Conforme crecía, los tipos de lectura que realizaba iban cambiando: lo mismo podía leer una revista ‘Época’ de la colección de mi padre, que leer una ‘Tú’ de la mía. Comencé a incursionar en los clásicos a través de la materia de lectura y redacción que impartían en la prepa. Recuerdo a mi profesor, un hombre maduro, alto y con una frustración muy grande marcada en la cara. Pocos dábamos al clavo en los análisis de las lecturas y alguna que otra vez lográbamos robarle una sonrisa. Le gustaba su trabajo, tanto que hace algunos meses, cuando regresé a la preparatoria por un trámite, lo encontré sentado en el escritorio del director. Tantos desencantos rindieron fruto.
Luego, ya con algunos libros en mi haber, comencé a escribir. Un tanto por gusto, otro tanto por obligación: estudiar periodismo me había reportado un montón de guiones y crónicas por hacer. Encausé entonces mi escritura hacia la catarsis de los problemas propios de un universitario: la incomprensión, los enamoramientos, las borracheras.
Un buen día, jugando a hacer una adaptación libre de ‘El sastrecillo valiente’, encontré un paraíso de gente que, como yo, tenía entre sus aficiones escribir.
Jugaba a escribir cuentos chistosos, poesía mal costurada, ficción previsible y diarios de princesas descontentas. Paseaba los ojos con avidez sobre las letras de otras personas que parecían tener más nociones que yo en esto del planteamiento, desarrollo y clímax de una historia.
Un día encontré en los linderos a un niño disfrazado de oficinista con un especial don para escribir cuentos maravillosos a partir de notas del periódico. Me senté a su lado silenciosamente, alcé la vista por encima de su hombro para ver cómo esbozaba su siguiente historia y apenas conseguí leer el título: látex. Pronto se dio cuenta de que lo espiaba y guardó un poco de distancia, receloso de su próximo texto.
Comenzamos por intercambiar comentarios sobre lo que escribíamos, luego dimos paso a una presentación más formal y terminamos el encuentro estrechando la mano, como dos viejos conocidos. En adelante, nos veríamos siempre en el mismo lugar ya para leer en voz alta o para tomar café y disfrutar de una partida de dominó.
Su perspectiva de las cosas era muy madura; me sorprendió su habilidad para contar cuentos en tres o cuatro entregas, y para dotar de una increíble vitalidad a sus personajes, llenos siempre de características muy terrenas.
Al paso del tiempo, comenzamos a abordar temas más personales: casa, amigos, aspiraciones…creo que nos hicimos buenos amigos. Descubrí entonces que detrás de sus ojos verde oscuro había un niño que lamentaba no poder salir a jugar por temor a ser descalificado por la élite de los adultos; me asombré de su enorme talento para conocer la música y retener nombres y fechas de entre un montón de datos curiosos que luchaban en su memoria. Decidí que a partir de ese momento, anclaría junto a él para aprender un poquito más y provocarle una sonrisa de vez en cuando.
He procurado hacerlo sonreír, sobarle el alma cuando se siente desfallecer, calentarle los sueños a la hora de dormir y dibujarle un cuadro de familia donde quepan los acetatos, la guerra de las galaxias, las bellas artes, mucho rock del bueno, vinos, carcajadas y domingos de película. Estoy declarándole el amor en nombre de la guerra de mi cuerpo y su calor bajo el mismo techo.
Conforme crecía, los tipos de lectura que realizaba iban cambiando: lo mismo podía leer una revista ‘Época’ de la colección de mi padre, que leer una ‘Tú’ de la mía. Comencé a incursionar en los clásicos a través de la materia de lectura y redacción que impartían en la prepa. Recuerdo a mi profesor, un hombre maduro, alto y con una frustración muy grande marcada en la cara. Pocos dábamos al clavo en los análisis de las lecturas y alguna que otra vez lográbamos robarle una sonrisa. Le gustaba su trabajo, tanto que hace algunos meses, cuando regresé a la preparatoria por un trámite, lo encontré sentado en el escritorio del director. Tantos desencantos rindieron fruto.
Luego, ya con algunos libros en mi haber, comencé a escribir. Un tanto por gusto, otro tanto por obligación: estudiar periodismo me había reportado un montón de guiones y crónicas por hacer. Encausé entonces mi escritura hacia la catarsis de los problemas propios de un universitario: la incomprensión, los enamoramientos, las borracheras.
Un buen día, jugando a hacer una adaptación libre de ‘El sastrecillo valiente’, encontré un paraíso de gente que, como yo, tenía entre sus aficiones escribir.
Jugaba a escribir cuentos chistosos, poesía mal costurada, ficción previsible y diarios de princesas descontentas. Paseaba los ojos con avidez sobre las letras de otras personas que parecían tener más nociones que yo en esto del planteamiento, desarrollo y clímax de una historia.
Un día encontré en los linderos a un niño disfrazado de oficinista con un especial don para escribir cuentos maravillosos a partir de notas del periódico. Me senté a su lado silenciosamente, alcé la vista por encima de su hombro para ver cómo esbozaba su siguiente historia y apenas conseguí leer el título: látex. Pronto se dio cuenta de que lo espiaba y guardó un poco de distancia, receloso de su próximo texto.
Comenzamos por intercambiar comentarios sobre lo que escribíamos, luego dimos paso a una presentación más formal y terminamos el encuentro estrechando la mano, como dos viejos conocidos. En adelante, nos veríamos siempre en el mismo lugar ya para leer en voz alta o para tomar café y disfrutar de una partida de dominó.
Su perspectiva de las cosas era muy madura; me sorprendió su habilidad para contar cuentos en tres o cuatro entregas, y para dotar de una increíble vitalidad a sus personajes, llenos siempre de características muy terrenas.
Al paso del tiempo, comenzamos a abordar temas más personales: casa, amigos, aspiraciones…creo que nos hicimos buenos amigos. Descubrí entonces que detrás de sus ojos verde oscuro había un niño que lamentaba no poder salir a jugar por temor a ser descalificado por la élite de los adultos; me asombré de su enorme talento para conocer la música y retener nombres y fechas de entre un montón de datos curiosos que luchaban en su memoria. Decidí que a partir de ese momento, anclaría junto a él para aprender un poquito más y provocarle una sonrisa de vez en cuando.
He procurado hacerlo sonreír, sobarle el alma cuando se siente desfallecer, calentarle los sueños a la hora de dormir y dibujarle un cuadro de familia donde quepan los acetatos, la guerra de las galaxias, las bellas artes, mucho rock del bueno, vinos, carcajadas y domingos de película. Estoy declarándole el amor en nombre de la guerra de mi cuerpo y su calor bajo el mismo techo.