Y trino...

julio 16, 2009

Cuéntame uno de los tuyos

Uno, al oído por favor...
Desde niña mis padres se preocuparon por dotarme de enseñanzas que, a la postre, me definieran como persona. No recuerdo haber batallado mucho con la lectura, porque me gustaba sentarme afuera del salón a hacer los exámenes de comprensión, a la sombra de los grandes laureles, para poner atención a los dibujitos con que venían acompañadas las lecciones.

Conforme crecía, los tipos de lectura que realizaba iban cambiando: lo mismo podía leer una revista ‘Época’ de la colección de mi padre, que leer una ‘Tú’ de la mía. Comencé a incursionar en los clásicos a través de la materia de lectura y redacción que impartían en la prepa. Recuerdo a mi profesor, un hombre maduro, alto y con una frustración muy grande marcada en la cara. Pocos dábamos al clavo en los análisis de las lecturas y alguna que otra vez lográbamos robarle una sonrisa. Le gustaba su trabajo, tanto que hace algunos meses, cuando regresé a la preparatoria por un trámite, lo encontré sentado en el escritorio del director. Tantos desencantos rindieron fruto.

Luego, ya con algunos libros en mi haber, comencé a escribir. Un tanto por gusto, otro tanto por obligación: estudiar periodismo me había reportado un montón de guiones y crónicas por hacer. Encausé entonces mi escritura hacia la catarsis de los problemas propios de un universitario: la incomprensión, los enamoramientos, las borracheras.
Un buen día, jugando a hacer una adaptación libre de ‘El sastrecillo valiente’, encontré un paraíso de gente que, como yo, tenía entre sus aficiones escribir.

Jugaba a escribir cuentos chistosos, poesía mal costurada, ficción previsible y diarios de princesas descontentas. Paseaba los ojos con avidez sobre las letras de otras personas que parecían tener más nociones que yo en esto del planteamiento, desarrollo y clímax de una historia.

Un día encontré en los linderos a un niño disfrazado de oficinista con un especial don para escribir cuentos maravillosos a partir de notas del periódico. Me senté a su lado silenciosamente, alcé la vista por encima de su hombro para ver cómo esbozaba su siguiente historia y apenas conseguí leer el título: látex. Pronto se dio cuenta de que lo espiaba y guardó un poco de distancia, receloso de su próximo texto.

Comenzamos por intercambiar comentarios sobre lo que escribíamos, luego dimos paso a una presentación más formal y terminamos el encuentro estrechando la mano, como dos viejos conocidos. En adelante, nos veríamos siempre en el mismo lugar ya para leer en voz alta o para tomar café y disfrutar de una partida de dominó.

Su perspectiva de las cosas era muy madura; me sorprendió su habilidad para contar cuentos en tres o cuatro entregas, y para dotar de una increíble vitalidad a sus personajes, llenos siempre de características muy terrenas.

Al paso del tiempo, comenzamos a abordar temas más personales: casa, amigos, aspiraciones…creo que nos hicimos buenos amigos. Descubrí entonces que detrás de sus ojos verde oscuro había un niño que lamentaba no poder salir a jugar por temor a ser descalificado por la élite de los adultos; me asombré de su enorme talento para conocer la música y retener nombres y fechas de entre un montón de datos curiosos que luchaban en su memoria. Decidí que a partir de ese momento, anclaría junto a él para aprender un poquito más y provocarle una sonrisa de vez en cuando.


He procurado hacerlo sonreír, sobarle el alma cuando se siente desfallecer, calentarle los sueños a la hora de dormir y dibujarle un cuadro de familia donde quepan los acetatos, la guerra de las galaxias, las bellas artes, mucho rock del bueno, vinos, carcajadas y domingos de película. Estoy declarándole el amor en nombre de la guerra de mi cuerpo y su calor bajo el mismo techo.

julio 07, 2009

Punto y coma

'Mi tibio rincón, mi mejor canción,
mi leña, mi hogar, mi hilar, mi nobleza
mi fuente, mi sed,
mi barco, mi red...'

De pequeños nos hacemos de palabras.
Hay quien las utiliza para desarrollar ideas;
otros, prefieren cortar de tajo una frase ajena
(y también ha sido demostrada su efectividad).

Las palabras pueden ser útiles e inútiles;
lo primero, cuando disuaden, persuaden o invaden;
lo segundo, cuando se tiran a los oídos del silencio.

Dicen los que saben -porque si no lo supieran no podrían decirlo-
que son eficaces remedios naturales contra el hastío.
Hay quienes hacen oficio de ellas:
unos, las encierran en jaulas modernas del entretenimiento
(llamadas también 'sopa de letras');
otros, las maquillan y les hablan quedito al oído
(para llevarlas a bailar a un poema).
Incluso, tristemente, se les desperdicia junto con las horas
(y entonces, considero, tenemos una catástrofe mundial).

Hay quienes, por último, como yo, prefieren contenerlas para una mejor ocasión
('válvula de escape' le llaman).