Y trino...

enero 22, 2018

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En primera instancia: cerrar los ojos y volar.


Despierto sudando con la vejiga a punto de reventar.
Apenas abro los ojos, imagino que serán las cuatro de la mañana.
Vuelvo al abrigo de la cama vacía. Retomo el sueño.

Caminaba de prisa por una ciudad -el tramo era largo, lleno de calles cerradas y pendientes-; atravesaba calles mojadas, semi vacías, cargando una bolsa con alguna especie de encargo y con un teléfono celular que vibraba cada cierto tiempo.

En un detalle muy realista, esas vibraciones eran estocadas de cada una de las discusiones que venían persiguiéndome: algún viejo amante, una mejor amiga con sentimientos de traición, la oscuridad de la noche.

Atravesé un cerro con una iglesia -era la ruta más corta-, que celebraba una boda muy elegante.
Me disculpé por irrumpir, atravesé haciendo cortejo a la novia, pisando sin querer su vestido.
Alguien me reprendió, el organizador supongo.
Llego a la cima, después de sonreír a los novios, y un agudo dolor en la boca del estómago me congela. Me incorporo, con la determinación de llegar a mi destino.
Continúo con escalofríos y la certeza de que no habré de llegar.

Son las 7:30 de la mañana. Debo levantarme y cumplir cabalmente con la rutina.
Hace dos días apenas me atreví a ponerle una pausa, una muy disruptiva.
Aún tengo resaca, no encuentro el motivo para levantarme y sé que en algún espacio del día me encontraré de frente con ese escalofrío, con ese dolor en las piernas y la casi incapacidad para continuar.

Tropecé con Gepe. Intento estar mejor.

Salvavidas matutino